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—¡Qué feo es!
—
decían.
Entonces el patito huyó del corral. Saltó por encima de
la cerca, con gran susto de los pajaritos que estaban en los
arbustos, que se echaron a volar por los aires.
“¡Es porque soy tan feo!” pensó el patito, cerrando
los ojos. Siguió corriendo hasta que llegó a los grandes
pantanos donde viven los patos salvajes, y allí se pasó
toda la noche abrumado de cansancio y tristeza.
A la mañana siguiente, los patos salvajes miraron a su
nuevo compañero.
—Y tú, ¿qué cosa eres?
—
le preguntaron, mientras
el patito les hacía reverencias
en todas direcciones, lo
mejor que sabía.
—¡Eres más feo que un espantapájaros!
—
dijeron los
patos salvajes.
De nuevo el Patito Feo echó a correr por campos
y praderas. Y así fue como se marchó; ningún animal
quería acercarse a él por lo feo que era.
Cierta tarde, mientras el sol
se ocultaba en un maravilloso
crepúsculo, emergió de entre los
arbustos una bandada de grandes
y hermosas aves. El patito no había
visto nunca unos animales tan
espléndidos. Eran de una blancura
resplandeciente, y tenían largos
y esbeltos cuellos. Eran cisnes. A
la vez que lanzaban un fantástico
grito, extendieron sus largas, sus
magníficas alas, y remontaron el
vuelo, alejándose de aquel frío hacia
los lagos abiertos y las tierras cálidas.