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—Hace 300 años que no duermo
—sollozó el fantasma— por eso estoy
cansadísimo.
—¡Pobre fantasma! —dijo
Virginia—. ¿No hay ningún lugar donde
pueda usted dormir?
—Sí, allá a lo lejos, existe un jardín
donde canta el ruiseñor, la luna mira
con benevolencia y la noche extiende
sus grandes brazos para acoger a los
durmientes.
Virginia lloraba mientras escuchaba
al fantasma.
—¿Habla usted del jardín de la
muerte? —murmuró.
—¡Sí, de la muerte! Ese jardín
donde sobre la tierra se descansa,
se escucha el silencio, en donde no
hay ayer ni mañana. Usted puede
ayudarme; sólo con su amor y perdón
podré abrir las puertas de aquel lugar.
Virginia aceptó ayudarlo. El
fantasma se arrepintió de todo el mal
que había hecho y caminaron juntos
hacia la puerta por donde se entraba
al jardín de la muerte. Se despidió de
ella y en agradecimiento le obsequió
un bello cofre con joyas y monedas
antiguas. El fantasma atravesó la
puerta y pudo, al fin, descansar en paz.
Virginia regresó al castillo, donde
todos la buscaban preocupados, y les
contó lo sucedido.
Meses después Virginia se casó con
el duque de Chesire y, por varios años,
la familia Otis vivió tranquilamente
en el castillo. Frecuentemente en sus
anécdotas recordaban lo que vivieron
con el fantasma de Canterville.
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Óscar
Wilde, Cajón de cuentos.
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