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Fueron al circo Maclovia, Quino y
Felipa. Fue increíble: las pulgas tiraban
de pequeños coches, hacían actos de
acrobacia sobre un hilo, juegos de mala-
barismo, gimnasia y hasta bailaban. Lo
único malo de la tarde fue el numeri-
to que les armó Felipa: se sentó toda la
función justo en medio de los dos.
Al parecer, doña Sebastiana le había encargado la tarea de
acompañarlos, pero ella se lo había tomado más en serio de lo
que era: no les quitó los ojos de encima. Trataron de distraerla
para poder platicar un rato a solas, pero fue imposible. Incluso
Joaquín le pidió de favor a su amigo Chema que le hiciera platica
mientras tomaban una nieve; sin embargo, pudo más la fealdad
de Felipa que la amistad de Chema.
Llegó el día en que todo reventó. Doña Sebastiana se
había ido a la plaza del Baratillo a hacer una visita y don
Carmelo construía una jaula para pájaros en el jar-
dín. Las dos primas bordaban en la sala. Felipa quiso
aconsejar a Maclovia.
—Prima, hay algo que he querido de-
cirte desde hace tiempo. Creo que Joaquín
no es el hombre que te mereces. Es un aven-
turero sin trabajo, charlatán y borracho…
—Pero, Felipa, ¿cómo te atreves?
—¡Escucha antes de replicar! El otro día
que fui a la iglesia a rezar un rosario me
encontré a la salida con Quino; estaba le-
vantando todos sus aparatos de fotografía.
Decidí esperarme un poco y seguirlo para
ver qué hacía. Para no hacerte el cuento lar-
go, al rato Joaquín y ese amigo que la otra
vez me presentaron tomaban en la calle