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a su hijo. El pequeño animal miró hacia
Kori y movió sus labios.
Kori entendió: Labios redondos, Boca
estirada. Es decir, Kori.
“¡Sabe cómo me llamo!”, pensó Kori.
Lo señaló y levantó los dedos de
una mano. Quería decir: “Y tú, cómo te
llamas?”.
El camellito siguió moviendo los la-
bios, y Kori entendió: Labios abiertos,
Labios cerrados, Labios abiertos, Labios
cerrados…
Kori rio otra vez y pasó la mano por
la cabeza del pequeño. La encontró sua-
ve y tibia.
En su mente, Kori llamó al
huar
Caramelo.
Su color y su dulzura le recordaban
a esa cosa que venía envuelta en pape-
litos brillantes, se metía en la boca y
sabía dulce.
“Te llamaré Caramelo”, pensó, al
tiempo que movía sus labios mudos.
El
huar
miró a Kori con ternura. Kori
pensó que aceptaba su nombre. Desde
ese momento, los dos se quisieron.