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El señor Otis comentó que no era
culpa del líquido que había usado.
Nuevamente frotó la mancha y ésta
desapareció. Sin embargo, al día
siguiente apareció de nuevo. Durante
varios días sucedió lo mismo: quitaban
la mancha y al día siguiente aparecía.
La familia Otis comenzó a aceptar la
existencia del fantasma.
Una noche, después de la
cena, toda la familia se retiró a sus
habitaciones, cuando el reloj marcó
las once y media, todas las luces del
castillo ya estaban apagadas. Al poco
rato, el señor Otis despertó; había
escuchado ruidos extraños y pisadas
en el corredor. Se levantó de su cama,
se puso unos zapatos, cogió un frasco
y abrió la puerta.
Vio, frente a él a un fantasma
de aspecto aterrador, con una larga
cabellera gris, harapiento y con las
muñecas y los tobillos atrapados por
pesadas cadenas oxidadas.