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Reconoces el género narrativo
"¡Cristo!", dijo. Y ya iba a gritar: "¡Viva Cristo Rey!", pero se contuvo. Sacó la pistola
de la costalilla y se la acomodó por dentro debajo de la camisa, para sentirla cerquita
de su carne. Eso le dio valor.
Se fue acercando hasta los ranchos del Agua Zarca a pasos queditos, mirando el
bullicio
de los soldados que se calentaban junto a grandes fogatas.
Llegó hasta las bardas del corral y pudo verlos mejor; reconocerles la cara: eran
ellos, su tío Tanis y su tío Librado. Mientras los soldados daban vuelta alrededor
de la lumbre, ellos se mecían, colgados de un mezquite, en mitad del corral. No
parecían ya darse cuenta del humo que subía de las fogatas, que les nublaba los
ojos vidriosos y les ennegrecía la cara.
No quiso seguir viéndolos. Se arrastró a lo largo de la barda y se arrinconó en una
esquina, descansando el cuerpo, aunque sentía que un gusano se le retorcía en el
estómago. Arriba de él, oyó que alguien decía:
—¿Qué esperan para descolgar a ésos?
—Estamos esperando que llegue el otro. Dicen que eran tres, así que tienen que
ser tres. Dicen que el que falta es un muchachito; pero muchachito y todo, fue el
que le tendió la emboscada a mi teniente Parra y le acabó su gente. Tiene que caer
por aquí, como cayeron esos otros que eran más viejos y más colmilludos. Mi mayor
dice que si no viene de hoy a mañana,
acabalamos
con el primero que pase y así
se cumplirán las órdenes.
—¿Y por qué no salimos mejor a buscarlo? Así hasta se nos quitaría un poco lo
aburrido.
—No hace falta. Tiene que venir. Todos están arrendando para la Sierra de Comanja
a juntarse con los cristeros del Catorce. Éstos son ya de los últimos. Lo bueno sería
dejarlos pasar para que les dieran guerra a los compañeros de Los Altos.
Eso sería lo bueno. A ver si no resultas de eso nos en lan también a nosotros por
aquel rumbo.
Feliciano Ruelas esperó todavía un rato a que se le calmara el
bullicio
que sentía
cosquillearle el estómago. Luego sorbió tantito aire como si se fuera a zambullir en
el agua y,
agazapado
hasta arrastrarse por el suelo, se fue caminando, empujando
el cuerpo con las manos.
Cuando llegó al reliz del arroyo, enderezó la cabeza y se echó a correr, abriéndose
paso entre los pajonales. No miró para atrás ni paró en su carrera hasta que sintió
que el arroyo se disolvía en la llanura.
Entonces se detuvo. Respiró fuerte y temblorosamente.
Rulfo, J. (1953).
El llano en llamas
. México: Fondo de Cultura Económica.
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