Reconoces y demuestras las diferencias entre la fábula y la epopeya
contemplándola
absorto.
Le parecía una
ninfa
que hubiera descendido de los
cielos a la tierra para deleite de sus ojos. Se le acercó, y ella, al escuchar el
ruido giró y lo miró,
y un destello hechizante iluminó su cara. En sus labios se
dibujó una tenue sonrisa mientras jugaba dibujando formas en la tierra con la
punta de su pie. Un momento después volvió a levantar la mirada posando su
vista en él, y el rey advirtió que a ella le gustaba su compañía. Se acercó. Tomó
vacilante su mano entre las suyas, y le dijo: –Eres muy hermosa. Quiero que
seas mía. Soy Santanu el rey de Hastinapura. Me he enamorado de ti y sin ti
ya no podría vivir. Ella le sonrió y dijo: –Desde el momento en que te vi supe
que iba a ser tuya. Seré tu reina, pero con una condición: jamás te opondrás a
lo que yo quiera hacer, sea lo que fuera y cuando fuese. En el momento en que
no cumplas esto me iré de tu lado y no regresaré jamás. –Que así sea –dijo el
monarca enamorado, y la llevó a la ciudad. Fue para él la esposa ideal: una
compañera en todas las ocasiones. Le complacía inmensamente su encanto,
su belleza, sus dulces palabras y sus muchas virtudes. Perdía conciencia del
tiempo cuando estaba con ella. Su nombre era Ganga. Pasaron los días y los
meses, y en el transcurso del tiempo Ganga concibió un hijo del rey, el cual
se alegró en gran manera, pues al fn había nacido un hijo heredero que iba a
asegurarle la descendencia de la casta de los pauravas, ocupando en su día
el trono. Se dirigió a toda prisa a los
aposentos
de la reina. Pero se le informó
de que ella ya no estaba. Le dijeron que había salido corriendo en dirección a
las orillas del Ganges con el niño recién nacido en sus brazos. Él corrió hacia
la orilla del río, y allí ante sus ojos horrorizados vio lo que jamás podría borrar
de su memoria: Ganga, su amada Ganga, arrojaba el niño recién nacido al
río y en su rostro había una expresión que no pudo olvidar durante varios
días, torturándolo de continuo. Ella sin embargo ofrecía el aspecto de haberse
librado de una pesada carga. Él sentía deseos de preguntarle por qué, pero no
podía hacerlo, pues se acordaba de lo que le había prometido en el momento
de aceptarla como esposa. Esta misma escena volvió a repetirse un año más
tarde. Y al siguiente año volvió a suceder lo mismo. Y así sucesivamente fue
arrojando al río los siete primeros hijos del rey. El rey, sin embargo, permanecía
en silencio. El amor, dicen, es ciego, pero no es exactamente así: el amor es
un ojo extra con el que se ve tan sólo lo que hay de bueno en el ser amado,
permaneciendo ciego a todas sus faltas. Para el rey, Ganga era toda su vida.
Pero igualmente poderoso era su deseo de tener un heredero. El rey ya no
encontraba un momento de paz; y así pasó un año, hasta que el octavo hijo
vino al mundo. Ganga otra vez corrió hacia el río con el niño entre sus brazos
y el rey enmudeció de furia y amargura, ya no lo podía soportar más, y sin
poderse contener corrió detrás de ella, hasta que la alcanzó, la detuvo y por
primera vez la
recriminó.
–¿Por qué actúas de un modo tan inhumano?
–
le dijo –ya no puedo soportarlo más. No entiendo por qué destruyes de esta
manera a mis hijos. ¿Por qué lo haces? ¿Cómo es posible que una madre
mate a su niño recién nacido? Por Favor, dame este hijo. Ya no puedo guardar
silencio por más tiempo.
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