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Abrió el hocico el Coyote para zamparse
al conejo, cuando a sus espaldas se
escuchó una dulce vocecita:
—¡Qué milagro que se deja ver, señor
Coyote! Si usted supiera cuánto me gusta
verlo correr. ¡Nadie es tan elegante ni tan
veloz!
—¿De veras? —se sorprendió el Coyote,
que era muy muy creído, y volteó a ver
quién le hablaba. En la entrada de la
madriguera estaba la Coneja, linda, dulce
y pachoncita.
—Tu cola es larga, brillante y esponjada:
corres como el rayo —le dijo la Coneja—.
Nosotros, con nuestros pobres rabitos,
apenas si podemos ir dando saltitos.
—Muy cierto —dijo el Coyote, que era
el más presumido de los presumidos—:
yo corro como el relámpago y ustedes
brincotean como pájaros cojos.
—Me encantaría verte en una carrera —dijo
la Coneja, y suspiró.
—Pero, ¿quién podría competir conmigo?