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Con esa ilusión, nos largamos de carrera hasta la Plaza Ma-
yor, donde estaba la casa, sin reparar mucho en el movimiento
de guardias y soldados. Al querer deslizarnos por la gran
puerta, vimos que era imposible: se nos cruzaban empleados
de la casa, gente que entraba y salía desordenadamente, sin
hablar de los que, como nosotros, se habían quedado a medio
camino, curiosos y amontonados, en espera de conocer el
sentido de tan extraño trajín.
Todo empezó a aclararse cuando, en medio de un perma-
nente taconear de botas y de susurros apresurados, se abrieron
paso los guardias que habían ido a despertar al jefe de la po-
licía, el señor Riquelmes. Yo lo conocía, y no sólo de nombre:
él, en persona, había apresado unos días antes a un hermano de
mi padre, por haber estado diciendo no sé qué cosas en contra
de los españoles, y aún lo tenía encerrado. Pero esa mañana
perdió su aire de soberbia. No había estado ni cinco minutos
en casa del alcalde cuando ya volvía a salir, abochornado y
temeroso, huyendo de la voz enfurecida que lo perseguía:
—¡Si usted no me trae al ladrón hoy
mismo, lo haré destituir! —gritó el alcalde.
—Sí, señor —murmuró el jefe de la
policía.
—¡Usted es responsable de la estupidez
de sus hombres!
—Sí, señor.
—¡Todos ustedes son unos incapaces!
—Sí, señor.
—Y…