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Ya estaba el señor Riquelmes fuera de vista, y de oídos
supongo, pero el alcalde seguía gritando fuera de sí, colorado y
zapateando en la reja de entrada de la casa. Así fue como nos
enteramos, el Pepe y yo, de que había ocurrido un gran robo
en la mansión, justamente esa noche en que tanta gente esta-
ba presente, y que, por la importancia de los invitados, se
había reforzado la guardia. Y la gente ya iba comentando
el detalle del robo: ¡alguien se había llevado un cofre lleno de
monedas de oro, un collar de perlas y otro de esmeraldas y
una sopera de plata! Olvidados por completo de nuestras ilu-
siones de recuperar algún vestigio de la fiesta, el Pepe y yo no
teníamos suficientes oídos para escuchar, y sentíamos nacer
una admiración sin límites por el desconocido autor de tan
increíble acto.
—¡Tantas cosas ha robado! ¿Cómo las
sacaría sin ser visto? —se preguntaban.
—Fue alguien muy hábil. Pusieron guar-
dias armados en todas las puertas.
—¡Hay que ser valiente para arriesgar-
se tanto!
—O ser muy pobre y estar desesperado.
—Burlarse así del alcalde. ¡Qué risa!
—Y desaparecer luego como si nada…
—Habrá sido el Correvolando —dijo
alguien—. Ese tiene pies con alas…
Y entre comentarios y burlas la gente se fue dispersan-
do, mientras mi amigo y yo nos quedamos soñando con el
Correvolando, pies con alas, hombre-pájaro… ¿Cómo sería?
¿Quién sería? ¿Dónde estaría?