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Todo el día la ciudad estuvo alborotada por el suceso, so-
bre todo que Riquelmes, sin duda espantado por las amenazas
del alcalde, mandó registrar, casa por casa, todos los alrede-
dores, sin dejar una calle, y le pagó a media población para
que obtuviera informes. Puso además a toditos sus policías
tras del ladrón, dejando sin custodia la Plaza Mayor y sin
guardias la cárcel.
Dio resultado. Nunca antes había sucedido, y yo sé que
después de esa vez, jamás volvería a ocurrir: lo atraparon. Sí,
atraparon al Correvolando. Lo amarraron. Entre diez hom-
bres lo trajeron a la Plaza. La noticia cundió en un instante, y
nadie la creía. Yo estaba aún vagando por la calle, y oía decir
que no era posible, que ése no era cualquier hombre, que estaba
hecho de viento, que corría más veloz que un caballo des-
bocado, que a su voluntad se hacía invisible, que no existía…
Pero parece que sí existía, porque yo lo vi. Bueno, alcancé
a divisarlo: flaquito, moreno, muy derecho, con una sonrisa
extraña en los labios. Me dio pena, una pena rara. Metido en
medio de la gente, vi cómo lo llevaban a empujones hasta la
policía, a la cárcel. Lo trataban mal, como a cualquiera. Pero
él era diferente de cualquiera, eso lo iba a saber tiempo des-
pués, cuando soltaron a mi tío, que estaba en una celda y pudo
ver y escuchar todo lo que sucedió.