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—Así es que eres el famoso Correvo-
lando, ¿eh? —dijo burlón el jefe de la policía.
—¿Y qué nombre es ese? ¿No tienes nom-
bre de cristiano?
—¿Mi nombre? No lo sabrá usted ni lo
sabrá nadie —contestó muy serio el Corre-
volando.
—¿Con que ésas tenemos? ¿No quie-
res decir tu nombre? Pues bien: cincuenta
azotes para soltarle la lengua —ordenó Ri-
quelmes.
Y lo azotaron hasta dejarle la espalda en sangre. Pero él no
se quejó, no gritó, no habló.
—¿Y ahora? —dijo Riquelmes—.
¡Confiesa al menos que fuiste tú el canalla
que robó en casa del señor alcalde! ¡Con-
fiesa! O, ¿quieres más azotes?
—No les tengo miedo a los golpes. Ni
a usted. Pero sí: fui yo —dijo, mirando al
policía recto a los ojos.
—¡Descarado! ¡Ladrón! ¿Así que fuiste
tú? ¿Dónde ocultaste el botín? ¿Dónde están
las monedas de oro y las joyas de la señora?
—No las encontrarán. No tengo nada.
Apenas pasaron por mis manos, y lo que no
está ya repartido entre la gente pobre de mi
pueblo, está camino a las pampas de Cliza,
donde acampa el valeroso ejército de mi
capitán don Esteban Arze —dijo seguro y
orgulloso el hombre.