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Minos se mostró muy complacido:
“¡Qué maravillosa es tu creación, Déda-
lo! —exclamó—. Sin duda eres el mejor
ingeniero de toda Grecia. Nadie más
podría haber concebido un laberinto
tan extraordinario. Debes quedarte aquí
para siempre y trabajar para mí. ¡Te ha-
rás famoso, amigo mío!”.
No obstante, aunque la vida en el
palacio de Minos y Pasifae les ofrecía to-
das las comodidades, y aunque tenían
todo lo que necesitaban, Dédalo e Ícaro
pronto empezaron a sentirse como en
una cárcel. Pues Minos era consciente
de que sólo Dédalo sabía cómo llegar al
centro del laberinto y no quería que un
secreto tan importante traspasara las
fronteras de su isla. Para que Dédalo
estuviera contento, le dio un magnífico
taller y le ofreció cuantos aprendices ne-
cesitara. Incluso le dijo que era libre para
hacer todo lo que deseara su corazón.
Pero en cuanto terminó de construir el
laberinto, Dédalo dejó de disfrutar con
su trabajo. En lugar de ello, empezó a so-
ñar con regresar a la ciudad que había
dejado atrás.
“¿Recuerdas las calles de Atenas, hijo mío? —decía a Íca-
ro—. Qué ciudad tan espléndida, con sus hermosos edificios
y jardines. Una ciudad que complace a todos los dioses, pero
en especial a Palas Atenea, hija de Zeus. Cuánto anhelo volver
a entrar en sus templos”.