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Ícaro sólo guardaba un vago recuerdo de la ciudad, pero
le encantaba escuchar los relatos de su padre. “Habladme de
Atenas”, decía mientras contemplaban la puesta de sol y las
aves marinas los sobrevolaban. Alejada de ellos por la inmen-
sidad del mar, Atenas parecía muy lejana.
A medida que transcurrían los días,
el deseo de Dédalo de regresar a su pa-
tria fue en aumento y su anhelo arrastró
también a su hijo. Pero Minos no les
daba permiso para abandonar la isla y
ellos pasaban los días a orillas del mar,
viendo a los barcos entrar y salir del
puerto de Heraclea.
“¡Ojalá fuéramos pájaros! —exclamó
Ícaro—. ¡Entonces seríamos libres y
podríamos ir adonde quisiéramos! ¡Po-
dríamos regresar a Atenas volando!”.
De repente, la fantasía de Ícaro se apo-
deró de su padre. “¡Eso es, Ícaro! ¡Exacto!
Debemos aprender de los pájaros”.
La idea se adueñó de él y Dédalo dedicó a ella todas las horas
del día, apenas dirigiendo la palabra a Ícaro, quien lo seguía por
la orilla del mar, recogiendo conchas y alguna que otra pluma
de pájaro. Dédalo murmuró para sí, luego hizo un gesto
con los brazos y dijo a Ícaro: “Recoge cuantas plumas puedas,
pequeñas y grandes, y tráemelas.
.. Y no gastemos ninguna de
las velas que tenemos”.