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Ícaro supo al fin lo que su padre estaba planeando. Juntos
dispusieron las plumas en forma de alas, ordenándolas por
tamaños. Cuando tuvieron suficientes para hacer dos pares
de alas, las fijaron con la cera de las velas y añadieron las co-
rreas de sus sandalias para poder atárselas. Ícaro compartía el
entusiasmo de su padre y se sentía útil cada vez que recogía
un montón de plumas. Al fin lo tuvieron todo listo. Ante ellos
había cuatro resplandecientes alas blancas, con una estructu-
ra más intrincada que los serpenteantes senderos del laberinto.
Conteniendo la respiración Ícaro esperó a que su padre le atara
su par de alas a los brazos y los hombros. “¡Cómo pesan, padre!”,
exclamó cuando las tuvo bien sujetas.
Dédalo pareció preocupado durante
unos instantes, pero luego le respondió
en tono tranquilizador: “En cuanto alces
el vuelo, no notarás el peso, hijo mío.
Los vientos te llevarán y te sentirás tan
liviano como las plumas que me trajiste”.
Ícaro ató al robusto cuerpo de su padre su par de alas, aún
más grandes que las suyas, y los dos se asomaron al borde de
un acantilado, mirándose nerviosamente y contemplando el
abismo que se abría ante ellos. “Debemos darnos prisa —dijo
Dédalo—, porque los hombres del puerto pueden vernos e
intentar detenernos. Pero quiero hacerte unas advertencias,
Ícaro, antes de que saltemos al vacío. Recuerda lo que tantas
veces te he dicho. Haz lo que haga yo. Sígueme. No te ale-
jes de mí. El sol derretirá tus alas si vuelas demasiado alto y
quedas atrapado por el intenso calor de Apolo. Y si vuelas
demasiado bajo, las pesadas aguas del océano de Poseidón
empaparán tus alas y te arrastrarán al fondo del mar. ¿Oyes lo
que estoy diciendo, hijo mío?”.