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“Sí, padre”, susurró Ícaro. De repente,
notó que el terror se apoderaba de él.
Primero miró al vacío que se abría entre
ellos y las rocas de la playa. Luego con-
templó el inmenso cielo azul y el sol,
brillante y abrasador. “Te seguiré padre,
y haré lo que tú hagas”.
Ícaro se entusiasmó cuando empezó a usar las alas para
desplazarse por el aire. Gradualmente, aprendió a cambiar de
dirección y a descender y remontarse con las corrientes de aire.
“¡Qué de prisa vuelo! —gritó—. ¡Y qué alto!”.
Ahora ya se había adelantado a su padre, olvidando su
promesa de seguirlo. “¡Así es como deben sentirse las gavio-
tas! —exclamó—. ¡Así es como deben sentirse los dioses!”,
pensó, con repentino temor. Pero el placer de volar volvió
a apoderarse de él y empezó a remontarse más y más alto,
frenéticamente.
Dédalo le tocó el brazo en señal de aliento y luego, dando
un grito, saltó al vacío azul. Dando un grito similar, el mu-
chacho saltó detrás de su padre, lleno de confianza. Durante
unos instantes, los dos cayeron en picada, hasta que una ráfaga
de viento detuvo su descenso, y el aire cálido los retuvo breve-
mente. Luego otra ráfaga de viento los arrastró y los dos fueron
llevados con suavidad hacia el mar por una corriente de aire.
Los agricultores que estaban trabajando en los campos
cercanos al mar vieron dos pájaros inmensos surcando el cielo
y se sorprendieron. Algunos sintieron terror, creyendo que
eran dioses. Otros, concentrados en el arado, no percibieron
nada extraordinario. En alta mar, algunos marineros sintie-
ron curiosidad, otros estaban demasiado cansados como para
sorprenderse por nada. Entonces, de repente, quienes estaban
observándolos, vieron sobre el mar una nube de espuma: uno
de aquellos pájaros inmensos había caído del cielo.