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El platillo no olía mal. Maclovia pensó
que sería una gran sorpresa para su mamá
y un gran paso para su vida futura con Qui-
no. Y así fue. Doña Sebastiana no cabía
de la emoción y don Carmelo celebraba
con risas y besos las enseñanzas de Felipa
y el esfuerzo de su hija. Hasta que llegó el
momento de probar el arroz.
—Bueno, bueno, no está tan mal —dijo
el papá.
—¡Pero si está espantoso! —aseguró la
mamá.
—¡Guácatelas! —se quejó Felipa—. Los
granos están duros, la zanahoria no se coció
y además ¡no tiene sal! Mi prima no aprende
nada.
Maclovia trató de decir algo pero no
pudo; las lágrimas llenaron sus ojos.
* * *
Maclovia oyó en la calle que había llegado
a Guanajuato el circo de pulgas amaestradas,
que se veían a través de un gran lente de
aumento y que a quien demostrara que no
eran pulgas le darían cien pesos. Para ofre-
cer una cantidad tan alta era porque no había
duda: tenían que ser pulgas.