148
Y sí que había cosas por arreglar. Doña
Sebastiana había platicado largamente con
su hija sobre los deberes de una esposa, pero
de todo lo que ella le dijo sólo le preocupa-
ba una cosa: no sabía cocinar. Las veces que
había intentado ayudar a su mamá, algo
sucedía que el arroz se pegaba y el café salía
clarito, las papas crudas, la salsa sin chile y
los huevos con la yema rota.
Por ese entonces, doña Sebastiana de-
cidió invitar a Felipa, la hija de su hermana
que vivía en Silao. Además de ayudar en los
preparativos de la boda, su sobrina podría
enseñarle a Maclovia a cocinar, a bordar y
a hacer bien otras tareas domésticas.
Felipa no había cambiado mucho, sólo
estaba un poco más flaca, con los ojos más
saltones y los dientes de fuera. Era, como se
dice, una muchacha fea.
Al día siguiente de su llegada, cuando su
tía salió a comprar la carne para la comida,
Felipa aprovechó para darle la primera clase
de cocina a su prima Maclovia.
Eligieron algo sencillo: un arroz. Le pi-
dió que vaciara una dosis generosa de aceite
sobre la olla, que echara en ella el arroz y
que prendiera la lumbre. Luego le enseñó
el primer secreto: le dijo que dejara caer
una gota de agua sobre el aceite hasta que
ésta saltara. Era la señal para vaciar dos tazas
de agua y echar los trocitos de zanahoria. Se
sentaron a esperar a que el agua se consu-
miera por completo.