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—Solo no, yo lo ayudo.
—Y yo también.
Con el tiempo, más y más gente hablaba
del asunto. Unos estaban de acuerdo, otros
no querían saber nada de eso y otros no
estaban muy seguros:
Por fin, una madre dijo:
—¿Y para qué tenemos aquí una junta
comunal? Vamos donde la presidenta y le
pedimos que haga una asamblea.
Así hicieron. El sábado siguiente se
reunieron en la biblioteca casi cincuenta
personas.
La discusión fue tremenda y duró más
de cuatro horas.
—No se puede —decían unos.
—Sí se puede —decían otros.
No había manera de ponerse de acuerdo.
El tío de Carlitos y los muchachos de-
fendían el parque acaloradamente, pero la
mayoría de los padres tenía dudas de po-
der hacerlo sin ayuda del concejo. Después
de los gritos, hubo un silencio.
Parecía que la cosa se iba a quedar así,
cuando una madre recordó que tenía unas
tablas que le habían sobrado, un padre
comentó que era carpintero, y una niña dijo
tímidamente:
—En mi casa hay unos mecates para
hacer columpios.