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—Usted es un superficial, un derro-
tista, compañero. Nosotros tenemos la
culpa. Les hemos dado las tierras, ¿y
qué? Estamos ya muy satisfechos. Y el
crédito, los abonos, una nueva técnica
agrícola, maquinaria, ¿van a inventar ellos
todo eso?
El presidente, mientras se atusa los enhiestos bigotes, acari-
ciada asta por la que iza sus dedos con fruición, observa tras sus
gafas, inmune al floreteo de los ingenieros. Cuando el olor ani-
mal, terrestre, picante, de quienes se acomodan en las bancas,
cosquillea su olfato, saca un paliacate y se suena las narices
ruidosamente. Él también fue hombre del campo. Pero hace
ya mucho tiempo. Ahora, de aquello, la ciudad y su posición
sólo le han dejado el pañuelo y la rugosidad de sus manos.
Los de abajo se sientan con solemnidad, con el recogi-
miento del hombre campesino que penetra en un recinto
cerrado: la asamblea o el templo. Hablan parcamente y las
palabras que cambian dicen de cosechas, de lluvias, de ani-
males, de créditos. Muchos llevan sus itacates al hombro,
cartucheras para combatir el hambre. Algunos fuman, sose-
gadamente, sin prisa, con los cigarrillos como si les hubieran
crecido en la propia mano.
Otros, de pie, recargados en los muros laterales, con los
brazos cruzados sobre el pecho, hacen una tranquila guardia.
El presidente agita la campanilla y su retintín diluye los
murmullos. Primero empiezan los ingenieros. Hablan de
los problemas agrarios, la necesidad de incrementar la produc-
ción, de mejorar los cultivos. Prometen ayuda a los ejidatarios,
los estimulan a plantear sus necesidades.
—Queremos ayudarlos, pueden confiar en nosotros.