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Ahora, el turno es para los de abajo. El
presidente los invita a exponer sus asuntos.
Una mano se alza tímida. Otras la siguen.
Van hablando de sus cosas: el agua, el caci-
que, el crédito, la escuela. Unos son directos,
precisos; otros se enredan, no atinan a expre-
sarse. Se rascan la cabeza y vuelven el rostro
a buscar lo que iban a decir, como si la idea
se les hubiera escondido en algún rincón,
en los ojos de un compañero o arriba, donde
cuelga un candil.
Allí, en un grupo, hay cuchicheos. Son
todos del mismo pueblo. Les preocupa algo
grave. Se consultan unos a otros: consideran
quién es el que debe tomar la palabra.
—Yo crioque Jilipe: sabe mucho…
—Ora, tú, Juan, tú hablaste aquella vez…
No hay unanimidad. Los aludidos es-
peran ser empujados. Un viejo, quizá el
patriarca, decide:
—Pos que le toque a Sacramento…
Sacramento espera.
—Ándale, levanta la mano…
La mano se alza, pero no la ve el pre-
sidente. Otras son más visibles y ganan
el turno. Sacramento escudriña al viejo.
Uno muy joven, levanta la suya bien alta.
Sobre el bosque de hirsutas cabezas pueden
verse los cinco dedos morenos, terrosos. La
mano es descubierta por el presidente.
La palabra está concedida.
—Órale, párate.