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La mano baja cuando Sacramento se pone en pie. Trata
de hallarle sitio al sombrero. El sombrero se transforma en un
ancho estorbo, crece, no cabe en ningún lado. Sacramento se
queda con él en las manos. En la mesa hay señales de impa-
ciencia. La voz del presidente salta, autoritaria, conminativa:
—A ver, ese que pidió la palabra, lo es-
tamos esperando.
Sacramento prende sus ojos en el inge-
niero que se halla a un extremo de la mesa.
Parece que sólo va a dirigirse a él; que los
demás han desaparecido y han quedado
únicamente ellos dos en la sala.
—Quiero hablar por los de San Juan de
las Manzanas. Traimos una queja contra el
Presidente Municipal que nos hace mucha
guerra y ya no lo aguantamos. Primero les
quitó sus tierritas a Felipe Pérez y a Juan Her-
nández, porque colindaban con las suyas.
Telegrafiamos a México y ni nos contes-
taron. Hablamos los de la congregación y
pensamos que era bueno ir al Agrario, pa
la restitución. Pos de nada valieron las
revueltas ni los papeles, que las tierritas se
le quedaron al Presidente Municipal.
Sacramento habla sin que se alteren
sus facciones. Pudiera creerse que reza una
vieja oración, de la que sabe muy bien el
principio y el fin.
—Pos nada, que como nos vio con ren-
cor, nos acusó quesque por revoltosos. Que
parecía que nosotros le habíamos quitado
sus tierras. Se nos vino entonces con lo de
las cuentas; lo de los préstamos, siñor, que