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SECUENCIA 5
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—No creo.
—Se lo llevaron en un jeep como esos que salen en
las películas.
El padre no dijo nada, respiró hondo y se quedó
mirando con tristeza la calle. A pesar de que era de día,
sólo la atravesaban los hombres que volvían lentos de
sus trabajos.
—¿Tú crees que saldrá en la televisión? —pregun-
tó Pedro.
—¿Qué? —preguntó el padre.
—Don Daniel.
—No.
Esa noche se sentaron los tres a cenar, y aunque
nadie le ordenó que se callara, Pedro no abrió la boca.
Sus papás comían sin hablar. De pronto, la madre co-
menzó a llorar, sin ruido.
—¿Por qué está llorando mi mamá?
El papá se fijó primero en Pedro y luego en ella y
no contestó. La mamá dijo:
—No estoy llorando.
—¿Alguien te hizo algo? —preguntó Pedro.
—No —dijo ella.
Terminaron de cenar en silencio y Pedro fue a po-
nerse su pijama. Cuando volvió a la sala, sus papás es-
taban abrazados en el sillón con el oído muy cerca de
la radio, que emitía sonidos extraños, más confusos
ahora por el poco volumen. Casi adivinando que su
papá se llevaría el dedo a la boca para que se callara,
Pedro preguntó rápido:
—Papá, ¿tú estás contra la dictadura?
El hombre miró a su hijo, luego a su mujer, y en
seguida ambos lo miraron a él.
Después bajó y subió lentamente la cabeza, asin-
tiendo.
—¿También te van a llevar preso?
—No —dijo el padre.
—¿Cómo lo sabes?
—Tú me traes buena suerte, chico —sonrió.
Pedro se apoyó en el marco de la puerta, feliz de
que no lo mandaran a acostarse como otras veces.
Prestó atención a la radio tratando de entender.
Cuando la radio dijo: “la dictadura militar”, Pe-
dro sintió que todas las cosas que andaban suel-
tas en su cabeza se juntaban como un rompeca-
bezas.
—Papá— preguntó entonces—, ¿yo también
estoy contra la dictadura?
El padre miró a su mujer como si la respues-
ta a esa pregunta estuviera escrita en los ojos de
ella. La mamá se rascó la mejilla con una cara diver-
tida, y dijo:
—No se puede decir.
—¿Por qué no?
—Los niños no están en contra de nada. Los niños
son simplemente niños. Los niños de tu edad tienen
que ir a la escuela, estudiar mucho, jugar y ser cariño-
sos con sus padres.
Cada vez que a Pedro le decían estas frases largas, se
quedaba en silencio. Pero esta vez, con los ojos fijos en
la radio, respondió:
—Bueno, pero si el papá de Daniel está preso, Da-
niel no va a poder ir más a la escuela.
—Acuéstate, chico —dijo el papá.
Al día siguiente, Pedro se comió dos panes con mer-
melada, se lavó la cara y se fue corre que te vuela a la es-
cuela para que no le anotaran un nuevo atraso. En el ca-
mino descubrió una cometa azul enredada en las ramas
de un árbol, pero por más que saltó y saltó no hubo caso.
Todavía no terminaba de sonar ding-dong la cam-
pana, cuando la maestra entró, muy tiesa, acompaña-
da por un señor con un uniforme militar, una medalla
en el pecho, bigotes grises y unos anteojos más negros
que mugre en la rodilla.