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SECUENCIA 11
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lo ahorqué en la rama de un árbol; lo ahorqué mientras
las lágrimas manaban de mis ojos y el más amargo re-
mordimiento me apretaba el corazón; lo ahorqué
por-
que
recordaba que me había querido y
porque
estaba
seguro de que no me había dado motivo para matarlo;
lo ahorqué
porque
sabía que, al hacerlo, cometía un
pecado, un pecado mortal que comprometería mi
alma hasta llevarla —si ello fuera posible— más allá
del alcance de la infinita misericordia del Dios más
misericordioso y más terrible.
La noche de aquel mismo día en que cometí tan
cruel acción me despertaron gritos de: “¡Incendio!”
Las cortinas de mi cama eran una llama viva y toda la
casa estaba ardiendo. Con gran dificultad pudimos es-
capar de la
conflagración
mi mujer, un sirviente y yo.
Todo quedó destruido. Mis bienes terrenales se per-
dieron y desde ese momento tuve que resignarme a la
desesperanza.
No incurriré en la debilidad de establecer una re-
lación de causa y efecto entre el desastre y mi crimi-
nal acción. Pero estoy detallando una cadena de he-
chos y no quiero dejar ningún eslabón incompleto.
Al día siguiente del incendio acudí a visitar las rui-
nas. Salvo una, las paredes se habían desplomado. La
que quedaba en pie era un tabique divisorio de poco
espesor, situado en el centro de la casa, y contra el
cual se apoyaba antes la cabecera de mi lecho. El en-
lucido había quedado a salvo de la acción del fuego,
cosa que atribuí a su reciente aplicación. Una densa
muchedumbre habíase reunido frente a la pared y
varias personas parecían examinar parte de la misma
con gran atención y detalle. Las palabras “¡extraño!,
¡curioso!” y otras similares excitaron mi curiosidad.
Al aproximarme vi que en la blanca superficie, gra-
bada como un bajorrelieve, aparecía la imagen de un
gigantesco
gato
. El contorno tenía una nitidez verda-
deramente maravillosa. Había una soga alrededor del
pescuezo del animal.
Al descubrir esta aparición —ya que no podía con-
siderarla otra cosa— me sentí dominado por el asom-
bro y el terror. Pero la reflexión vino luego en mi ayuda.
Recordé que había ahorcado al gato en un jardín con-
tiguo a la casa. Al producirse la alarma del incendio, la
multitud había invadido inmediatamente el jardín: al-
guien debió de cortar la soga y tirar al gato en mi ha-
bitación por la ventana abierta. Sin duda, habían tra-
tado de despertarme en esa forma. Probablemente la
caída de las paredes comprimió a la víctima de mi
crueldad contra el enlucido recién aplicado, cuya cal,
junto con la acción de las llamas y el amoniaco del ca-
dáver, produjo la imagen que acababa de ver.
Si bien en esta forma quedó satisfecha mi razón, ya
que no mi conciencia, sobre el extraño episodio, lo ocu-
rrido impresionó profundamente mi imaginación. Du-
rante muchos meses no pude librarme del fantasma del
gato, y en todo ese tiempo dominó mi espíritu un sen-
timiento informe que se parecía, sin serlo, al remordi-
miento. Llegué al punto de lamentar la pérdida del ani-
mal y buscar, en los viles antros que habitualmente
frecuentaba, algún otro de la misma especie y aparien-
cia que pudiera ocupar su lugar.
Una noche en que, borracho a medias, me hallaba
en una taberna más que infame, reclamó mi atención
algo negro posado sobre uno de los enormes toneles
de ginebra que constituían el principal moblaje del lu-
gar. Durante algunos minutos había estado mirando
dicho tonel y me sorprendió no haber advertido antes
la presencia de la mancha negra en lo alto. Me aproxi-
mé y la toqué con la mano. Era un gato negro muy
grande, tan grande como
Plutón
y absolutamente igual
a éste, salvo un detalle:
Plutón
no tenía el menor pelo
blanco en el cuerpo, mientras este gato mostraba una
vasta aunque indefinida mancha blanca que le cubría
casi todo el pecho.