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SECUENCIA 11
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instante solo; de noche, despertaba
hora a hora de los más horrorosos
sueños,
para
sentir
el
ardiente
aliento de
la cosa
en mi rostro y su
terrible peso —pesadilla encarnada
de la que no me era posible des-
prenderme— apoyado eternamen-
te sobre
mi corazón
.
Bajo el agobio de tormentos se-
mejantes, sucumbió en mí lo poco
que me quedaba de bueno. Sólo los
malos pensamientos disfrutaban ya
de mi intimidad; los más tenebrosos,
los más perversos pensamientos. La
melancolía habitual de mi humor
creció hasta convertirse en aborreci-
miento de todo lo que me rodeaba y
de la entera humanidad; y mi pobre
mujer, que de nada se quejaba, llegó a
ser la habitual y paciente víctima de
los repentinos y frecuentes arrebatos
de ciega cólera a que me abandonaba.
Cierto día, para cumplir una tarea doméstica, me
acompañó al sótano de la vieja casa donde nuestra po-
breza nos obligaba a vivir. El gato me siguió mientras
bajaba la empinada escalera y estuvo a punto de tirar-
me cabeza abajo, lo cual me exasperó hasta la locura.
Alzando un hacha y olvidando en mi rabia los
pueriles
temores que hasta entonces habían detenido mi mano,
descargué un golpe que hubiera matado instantánea-
mente al animal de haberlo alcanzado. Pero la mano de
mi mujer detuvo su trayectoria. Entonces, llevado por
su intervención a una rabia más que demoníaca, me
zafé de su abrazo y le hundí el hacha en la cabeza. Sin
un solo quejido, cayó muerta a mis pies.
Cumplido este espantoso asesinato, me entregué al
punto y con toda sangre fría a la tarea de ocultar el ca-
dáver. Sabía que era imposible sacarlo de casa, tanto de
día como de noche, sin correr el riesgo de que algún
vecino me observara. Diver-
sos proyectos cruzaron mi
mente. Por un momento
pensé
en
descuartizar
el
cuerpo y quemar los peda-
zos. Luego se me ocurrió
cavar una tumba en el piso
del sótano. Pensé también
si no convenía arrojar el
cuerpo al pozo del patio o
meterlo en un cajón, como si se tra-
tara de una mercadería común, y
llamar a un mozo de cordel para
que lo retirara de casa. Pero, al fin, di
con lo que me pareció el mejor ex-
pediente y decidí
emparedar
el ca-
dáver en el sótano, tal como se dice
que los monjes de la Edad Media
emparedaban a sus víctimas.
El sótano se adaptaba bien a este
propósito. Sus muros eran de mate-
rial poco resistente y estaban recién
revocados
con un mortero ordina-
rio, que la humedad de la atmósfera
no había dejado endurecer. Además,
en una de las paredes se veía la
sa-
liencia
de una falsa chimenea, la cual
había sido rellenada y tratada de ma-
nera semejante al resto del sótano.
Sin lugar a dudas, sería muy fácil sa-
car los ladrillos en esa parte, introdu-
cir el cadáver y tapar el agujero como antes, de manera
que ninguna mirada pudiese descubrir algo sospechoso.
No me equivocaba en mis cálculos. Fácilmente sa-
qué los ladrillos con ayuda de una palanca y, luego de
colocar cuidadosamente el cuerpo contra la pared in-
terna, lo mantuve en esa posición mientras aplicaba de
nuevo la mampostería en su forma original. Después
de procurarme
argamasa
, arena y cerda, preparé un
enlucido que no se distinguía del anterior y revoqué
cuidadosamente el nuevo enladrillado. Concluida la
tarea, me sentí seguro de que todo estaba bien. La pa-
red no mostraba la menor señal de haber sido tocada.
Había barrido hasta el menor fragmento de material
suelto. Miré en torno, triunfante, y me dije: “Aquí, por
lo menos, no he trabajado en vano”.
Mi paso siguiente consistió en buscar a la bestia
causante de tanta desgracia, pues al final me había de-
cidido a matarla. Si en aquel momento el gato hubiera
surgido ante mí, su destino habría quedado sellado,
pero, por lo visto, el astuto animal, alarmado por la
violencia de mi primer acceso de cólera, se cuidaba de
aparecer mientras no cambiara mi humor. Imposible
describir o imaginar el profundo, el maravilloso alivio
que la ausencia de la detestada criatura trajo a mi pe-
cho. No se presentó aquella noche, y así, por primera
vez desde su llegada a la casa, pude
dormir
profunda y
tranquilamente, sí, pude dormir, aun con el peso del
crimen sobre mi alma.
pueriles:
infantiles.
emparedar:
aprisionar
entre muros.
revocados:
cubiertos.
saliencia:
saliente, parte
que sobresale.
argamasa:
mezcla usada
en la construcción.