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ESPAÑOL
37
I
Pasaron el segundo y el tercer día y mi atormenta-
dor no volvía. Una vez más respiré como un hombre
libre. ¡Aterrado, el monstruo había huido de casa para
siempre! ¡Ya no volvería a contemplarlo! Gozaba de
una suprema felicidad, y la culpa de mi negra acción
me preocupaba muy poco. Se practicaron algunas ave-
riguaciones, a las que no me costó mucho responder.
Incluso hubo una
perquisición
en la casa; pero, natu-
ralmente, no se descubrió nada. Mi tranquilidad futu-
ra me parecía asegurada.
Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se
presentó inesperadamente y procedió a una nueva y
rigurosa inspección. Convencido de que mi escondri-
jo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud.
Los oficiales me pidieron que los acompañara en su
examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al fi-
nal, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los
seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi cora-
zón latía tranquilamente, como el de aquel que duer-
me en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del
sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y an-
daba tranquilamente de aquí para allá. Los policías
estaban completamente satisfechos y se disponían a
marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado
grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles,
por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y
confirmar doblemente mi inocencia.
—Caballeros —dije, por fin, cuando el grupo su-
bía la escalera—, me alegro mucho de haber disipado
sus sospechas. Les deseo felicidad y un poco más de
cortesía. Dicho sea de paso, caballeros, esta casa está
muy bien construida.
.. (En mi frenético deseo de
decir alguna cosa con naturalidad, casi no me daba
cuenta de mis palabras).
Repito que es una casa de
excelente
construcción.
Estas paredes.
.. ¿ya se mar-
chan ustedes, caballeros?.
..
tienen una gran solidez.
Y entonces, arrastrado por mis propias bravatas,
golpeé fuertemente con el bastón que llevaba en la
mano sobre la pared del enladrillado tras de la cual se
hallaba el cadáver de la esposa de mi corazón.
¡Que Dios me proteja y me libre de las garras del
archidemonio! Apenas había cesado el eco de mis
golpes cuando una voz respondió desde dentro de la
tumba. Un quejido, sordo y entrecortado al comien-
zo, semejante al sollozar de un niño, que luego creció
rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y
continuo alarido, anormal, como inhumano, un aulli-
do, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad
de triunfo, como sólo puede haber brotado en el in-
fierno de la garganta de los condenados en su agonía y
de los demonios
exultantes
en la condenación.
Hablar de lo que pensé en ese momento sería locura.
Presa de vértigo, fui tambaleándome hasta la pared
opuesta. Por un instante el grupo de hombres en la es-
calera quedó paralizado por el terror. Luego, una doce-
na de robustos brazos atacaron la pared, que cayó de
una pieza. El cadáver, ya muy corrompido y manchado
de sangre coagulada, apareció de pie ante los ojos de los
espectadores. Sobre su cabeza, con la roja boca abierta y
el único ojo como de fuego, estaba agazapada la horri-
ble bestia cuya astucia me había inducido al asesinato y
cuya voz delatadora me entregaba al verdugo. ¡Había
emparedado al monstruo en la tumba!
Fuente: Edgar Allan Poe.
Cuentos 1
. Madrid: Alianza Editorial, 2001.
pp. 107-118.
perquisición:
investigación.
exultantes:
alegres.
Busca en el
diccionario otras
palabras que
desconozcas y
escribe tus propias
definiciones.
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