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El tener un nombre propio y ciertas características físicas son dos aspectos que nos diferencian
de los demás. Ayudan a que los demás nos reconozcan y nos hacen sentir únicos. Cuando
crecemos buscamos formas de hacernos diferentes de los otros. Adoptamos formas de
movimiento, gestos, gustos particulares, tenemos intereses, formas de vestir con las que
intentamos mostrar que somos diferentes de nuestros hermanos, de nuestros padres o de
algunos grupos de la comunidad.
Entonces, la identidad es un proceso, porque no se queda fija; aunque algunos rasgos nos
acompañan durante mucho tiempo, siempre la estamos cambiando un poco: al entrar a la
secundaria dejamos de formar parte de los “niños”, para ser parte de los jóvenes. Si estamos en
un grupo musical o deportivo adquirimos características que nos asemejan a los otros miembros
del grupo y nos distinguen de quienes no participan en él. Por eso se dice que la identidad se
forma en oposición a “lo otro”, a “lo diferente” (por ejemplo, ya no somos niños). Sólo
diferenciándonos de otros podemos reconocer nuestra identidad social y cultural. Todas las
identidades son producto de procesos sociales.
De la misma forma, los grupos sociales crean sus identidades diferenciándose de otros grupos.
Al mismo tiempo, fortalecen los lazos que unen a sus miembros al compartir ciertas historias, al
tener mitos, leyendas y símbolos comunes.
María Conesa, en el Jarabe, 1910, Fototeca CENIDI-Danza José Limón
Todos los grupos sociales, para reafirmar su identidad, seleccionan y recrean el pasado, lo que
implica dejar de lado algunos elementos y subrayar otros.
En nuestro país, el Estado ha sido el
encargado de promover la construcción de una identidad nacional, cuyos signos más relevantes
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