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Libro para el maestro
II
ESPAÑOL
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menos que seas un buen relojero o algo así. ¿Qué hacer
entonces? Yo uso el cerebro, muchacho, eso es lo que
hago.
—¿Cómo? —preguntó el joven Michael, fascinado.
Parecía haber heredado la afición de su padre por los
engaños.
—Me pongo a pensar y me pregunto cómo podría
transformar un cuentakilómetros que marca ciento
cincuenta mil kilómetros en uno que sólo marque diez
mil, sin estropearlo. Bueno, lo conseguirías si haces
andar el coche en reversa durante mucho tiempo. Los
números irían hacía atrás, ¿no? Pero ¿quién va a con-
ducir un maldito coche en reversa durante miles y mi-
les de kilómetros? ¡No hay forma de hacerlo!
—¡Por supuesto que no! —dijo el joven Michael.
—Así que me estrujé el cerebro —siguió el pa-
dre—. Yo uso el cerebro. Cuando tienes un cerebro
brillante tienes que usarlo. Y, de repente, me llegó la
solución. Te aseguro que me sentí igual que debió sen-
tirse ese tipo tan famoso que descubrió la penicilina.
“¡Eureka!”, grité. “¡Lo conseguí!”
—¿Qué hiciste, papá?
—Del cuentakilómetros —explico el señor Worm-
wood— sale un cable que va conectado a una de las
ruedas delanteras. Primero, desconecté el cable en el
lugar donde se acopla la rueda. Luego, me compré un
taladrado eléctrico de gran velocidad, y lo conecté al
extremo del cable, de tal forma que, cuando gira, hace
girar el cable al revés. ¿Me sigues? ¿Lo comprendes?
—Sí, papá —dijo el joven Michael.
—Esos taladrados giran a una velocidad enorme
—dijo el padre—, así que cuando conecto el taladra-
do, los números del cuentakilómetros retroceden a
toda velocidad. En pocos minutos puedo rebajar cin-
cuenta mil kilómetros del cuentakilómetros con mi
taladrado eléctrico de gran velocidad. Y, cuando
termino, el coche sólo tiene diez mil kilómetros y
está listo para su venta. “Está casi nuevo”, le digo
al cliente. “Apenas ha hecho diez mil. Pertene-
cía a una señora mayor que sólo lo utilizaba
una vez a la semana para ir de compras.”
—¿De verdad puedes hacer que el cuenta-
kilómetros vaya hacia atrás con un taladro
eléctrico? —preguntó Michael.
—Te estoy contando secretos del
negocio —dijo el padre—, así que no
vayas a decírselo a nadie. No querrás
verme en la cárcel, ¿no?
—No se lo diré a nadie —dijo el
niño —. ¿Le haces eso a muchos coches,
papá?
—Todo
coche
que
pasa por mis manos reci-
be el tratamiento —dijo
el padre—. Antes de ofre-
cerlos a la venta, todos ven
reducido
su
kilometraje
por debajo de diez mil. ¡Y
pensar que lo he inventado
yo.
..! —añadió orgullosa-
mente—. Me ha hecho ganar una fortuna.
Matilda que había estado escuchando atentamen-
te, dijo:
—Pero, papá, eso es aún peor que lo del serrín. Es
repugnante. Estás engañando a gente que confía en ti.
—Si no te gusta, no comas entonces la comida de esta
casa —dijo el padre—. Se compra con las ganancias.
—Es dinero sucio —dijo Matilda—. Lo odio.
Dos manchas rojas aparecieron en las mejillas del
padre.
—¿Quién demonios te crees que eres? —gritó—.
¿El arzobispo de Canterbury o alguien así, echándome
un sermón sobre honradez? ¡Tú no eres más que una
ignorante
mequetrefe
que no tiene ni la más mínima
idea de lo que dice!
—Bien dicho, Harry —dijo la madre. Y a Matil-
da—: Eres una descarada por hablarle así a tu padre.
Ahora, mantén cerrada tu desagradable boca para que
podamos ver tranquilos este programa.
Estaban en la sala, frente a la televisión, con la ban-
deja de la cena sobre las rodillas. La cena consistía en
una de esas comidas preparadas que anuncian en tele-
visión, en bandejas de aluminio flexible, con compar-
timentos separados para la carne guisada, las papas
hervidas y los chícharos. La señora Wormwood comía
con los ojos pendientes la serie americana de la pe-
queña pantalla. Era una mujerona con el pelo te-
ñido de rubio platino, excepto en las raíces cer-
canas al cuero cabelludo, donde era de color
castaño parduzco. Iba muy maquillada y tenía
serrín:
aserrín, polvo de
madera.
carraca:
vejestorio,
cachivache.
mequetrefe:
majadera,
entrometida.