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Libro para el maestro
SECUENCIA 8
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uno de esos tipos abotargados y poco agraciados en los
que la carne parece estar atada alrededor del cuerpo
para evitar que se caiga.
—Mami —dijo Matilda—, ¿te importa que me
coma la cena en el comedor y así poder leer mi libro?
El padre levantó la vista bruscamente.
—¡Me importa a mí! —dijo acaloradamente—. ¡La
cena es una reunión familiar y nadie se levanta de la
mesa antes de terminar!
—Pero nosotros no estamos sentados a la mesa
—dijo Matilda—. No lo hacemos nunca. Siempre ce-
namos aquí, viendo la tele.
—¿Se puede saber qué hay de malo en ver la televi-
sión? —preguntó el padre. Su voz se había tornado de
repente tranquila y peligrosa.
Matilda no se atrevió a responderle y permaneció
callada. Sintió que le invadía la cólera. Sabía que no era
bueno aborrecer de aquella forma a sus padres, pero le
costaba trabajo no hacerlo. Lo que había leído le mos-
tró un aspecto de la vida que ellos ni siquiera vislum-
bran. Si por lo menos hubieran leído algo de Dickens
o de Kipling, sabrían que la vida era algo más que en-
gañar a la gente y ver la televisión.
Otra cosa. Le molestaba que la llamaran constante-
mente ignorante y estúpida, cuando sabía que no lo era.
La cólera que sentía fue creciendo más y más y esa no-
che, acostada en su cama, tomó una decisión. Cada vez
que sus padres se portaran mal con ella, se vengaría de
una forma u otra. Esas pequeñas victorias le ayudarían
a soportar sus idioteces y evitarían que se volviera loca.
Recuerden que aún no tenía cinco años y que, a esa
edad, no es fácil marcarle un tanto a un todopoderoso
adulto. Aun así, estaba decidida a intentarlo. Después de
lo que había sucedido esa noche frente a la televisión, su
padre fue el primero de la lista.
Roald Dahl. “El señor Wormwood, experto vendedor de coches”,
en
Matilda
. México: Alfaguara, 2006, pp. 23-30.