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Libro para el maestro
II
ESPAÑOL
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de estas hermosas cestas, sin que ni dos de ellas tuvie-
ran diseños iguales. Cada una era una pieza de arte
único, tan diferente de otra como puede serlo un
Murillo
de un
Reynolds
.
Naturalmente, no podía darse el lujo de regresar a
su casa con las canastas no vendidas en el mercado, así
es que se dedicaba a ofrecerlas de puerta en puerta. Era
recibido como un mendigo y tenía que soportar insul-
tos y palabras desagradables. […]
Sentado en cuclillas a un lado de la puerta de su
jacal, el indio trabajaba sin prestar atención a la curio-
sidad de Mr. Winthrop; parecía no haberse percatado
de su presencia.
—¿Cuánto querer por esa canasta, amigo? —dijo
Mr. Winthrop en su mal español, sintiendo la necesi-
dad de hablar para no aparecer como un idiota.
—Ochenta centavitos, patroncito; seis reales y me-
dio, —contestó el indio cortésmente.
—Muy bien, yo comprar —dijo Mr. Winthrop en
un tono y con ademán semejante al que hubiera hecho
al comprar toda una empresa ferrocarrilera. Después,
examinando su adquisición, se dijo: “Yo sé a quién
complaceré con esta linda canastita, estoy seguro de
que me recompensará con un beso. Quisiera saber
cómo la utilizará.”
Había esperado que la pidiera por lo menos cuatro
o cinco pesos. Cuando se dio cuenta de que el precio
era tan bajo pensó inmediatamente en las grandes po-
sibilidades para hacer negocio que aquel miserable
pueblecito indígena ofrecía para un promotor diná-
mico como él.
—Amigo, si yo comprar diez canastas, ¿qué precio
usted dar a mí?
El indio vaciló durante algunos momentos, como
si calculara, y finalmente dijo:
—Si compra usted diez se las daré a setenta centa-
vos cada una, caballero.
—Muy bien, amigo. Ahora, si yo comprar un cien-
to, ¿cuánto costar?
El indio, sin mirar de lleno en ninguna ocasión al
americano, y desprendiendo la vista sólo de vez en
cuando de su trabajo, dijo cortésmente y sin menor
destello de entusiasmo:
—En tal caso se las vendería por sesenta y cinco
centavitos cada una.
Mr. Winthrop compró dieciséis canastitas, todas
las que el indio tenía en existencia.
Después de tres semanas de permanencia en la re-
pública, Mr. Winthrop no sólo estaba convencido de
conocer el país perfectamente, sino de haberlo visto
todo, de haber penetrado el carácter y costumbres de
sus habitantes y de haberlo explorado por completo.
Así, pues, regresó al moderno y bueno “
Nuyorg
” sa-
tisfecho de encontrarse nuevamente en un lugar civi-
lizado.
Cuando hubo despa-
chado todos los asuntos
que
tenía
pendientes,
acumulados durante su
ausencia, ocurrió que un
mediodía, cuando se en-
caminaba al restorán para
tomar
un
emparedado,
pasó por una dulcería y al
mirar lo que se exponía en
lo aparadores recordó las canastitas que había com-
prado en aquel lejano pueblecito indígena.
Apresuradamente fue a su casa, tomó todas las ces-
titas que le quedaban y se dirigió a una de las más afa-
madas confiterías.
—Vengo a ofrecerle —dijo Mr. Winthrop al confi-
tero— las más artísticas y originales cajitas, si así quie-
re llamarlas, y en las que podrá empacar los chocolates
finos y costosos para los regalos más elegantes. Véalas
y dígame qué opina. […]
—Bueno, en realidad no sé. Si me pregunta usted,
le diré que no es esto exactamente lo que busco. En
ocote:
pino americano.
en ciernes:
en potencia,
por convertirse en algo.
Murillo, Reynolds:
obras
de pintores con estos
apellidos.
Nuyorg:
Nueva York