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Libro para el Maestro
A N E X O 2
—El lugar de las setas me lo sé yo, y sólo yo —dijo a sus hijos—, y ¡ay de vosotros si se os
escapa una palabra!
A la mañana siguiente, Marcovaldo, conforme se aproximaba a la parada del tranvía, era
todo aprensión. Inclinándose sobre el lugar respiró al ver los hongos algo crecidos, aunque
no mucho, todavía casi enteramente ocultos por la tierra.
Seguía en esa posición cuando se dio cuenta de que había alguien a su espalda. Se ende-
rezó de golpe y trató de adoptar un aire indiferente. Era un barrendero que no le quitaba
ojo, apoyado en su escobón.
El tal barrendero, en cuya jurisdicción se hallaban los hongos, era un joven cuatro ojos y
larguirucho. Se llamaba Amadigi, y a Marcovaldo siempre le había caído mal, tal vez por
culpa de aquellas gafas que escudriñaban el asfalto de las calles en busca del menor ves-
tigio natural para borrarlo a escobazos.
Era sábado y Marcovaldo pasó la media jornada libre rondando con fingida indiferencia
aquel lugar, acechando de lejos al barrendero y los hongos, y calculando el tiempo que les
faltaba para estar en sazón.
Aquella noche se puso a llover: como los campesinos tras meses de sequía se despabilan y
saltan de júbilo al susurro de las primeras gotas, así Marcovaldo, único en toda la ciudad, se
incorporó en la cama y llamó a los suyos. “Está lloviendo, está lloviendo”, y aspiraba el olor
a polvo mojado y moho fresco que llagaba de la calle.
Al amanecer —era domingo—, en compañía de los niños, con un cesto que le prestaron, fue
corriendo a los árboles. Allí estaban las setas, tiesas sobre su pie, con los sombreritos elevados
sobre la tierra aún rezumante de agua.
—¡Viva! —y se lanzaron a recolectarlas.
—¡Papá, mira ese señor cuántas se lleva! —dijo Michelino, y levantando la cabeza el padre
vio, de pie junto a ellos, a Amadigi, también él cargado con un cesto lleno de hongos.
—Ah, ¿también vosotros las recogéis? —soltó el barrendero—. ¿Así que se pueden comer?
Yo me he hecho con unas cuantas, pero no me acababa de fiar… Ahí abajo, en el paseo,
las hay todavía más grandes… Bien, ahora que lo sé, voy a avisar a mis parientes que están
allí discutiendo si es cosa de llevárselas o no… —y se alejó a buen paso.
Marcovaldo no pudo articular palabra: setas todavía más gordas, y él no las había visto, una
cosecha que ni soñaba, y se las llevaban tan ricamente, en sus propias narices. Por un mo-
mento se sintió como petrificado de ira, de rabia; luego —como a veces sucede— los vapores
de aquellas pasiones individuales se transformaron en un arranque generoso. A aquellas
horas, mucha gente estaba esperando el tranvía, con el paraguas colgado del brazo, porque
el tiempo seguía húmedo e incierto.
—¡Eh, vosotros! ¿Os queréis comer un buen plato de setas esta noche? —gritó Marcovaldo
a la gente agolpada en la parada—. ¡Han crecido setas aquí, en el paseo! ¡Venid conmigo!
¡Hay para todos! —y salió en pos de Amadigi, seguido por un montón de gente.
Todavía hallaron setas para todos y, a falta de cestos, las ponían en los paraguas abiertos.
Alguien propuso:
—¡No estaría mal que hiciéramos una comida todos juntos! —sin embargo, cada cual se
quedó con sus setas y se marchó a su propia casa.
Pero pronto se volvieron a ver, es más, aquella noche, en la misma sala del hospital, des-
pués del lavado gástrico que a todos ellos salvó del envenenamiento: nada grave, porque
la cantidad de hongos que comió cada cual fue bastante poca.
Marcovaldo y Amadigi tenían próximas las camas y se miraban de reojo.
Ítalo Calvino. “Setas en la ciudad”, en
Marcovaldo o sea las estaciones en la ciudad
. Madrid: Siruela, 1999, pp. 21-24.