203
Libro para el Maestro
A N E X O 2
Setas en la ciudad
ítalo Calvino
El viento, llegando a la cuidad desde lejos, le trae regalos inesperados, de los que tan sólo
se aperciben algunas almas sensibles, como las afectadas por la fiebre del heno, a las
cuales hace estornudar el polen de flores de otras tierras.
Un día, a la franja de tierra de un paseo ciudadano llegó, a saber cómo, una ráfaga de
esporas, y se formaron hongos. Nadie se dio cuenta salvo el peón Marcovaldo, que preci-
samente allí tomaba cada mañana el tranvía.
Tenía este Marcovaldo un ojo poco adecuado a la vida de la cuidad: carteles, semáforos,
escaparates, rótulos luminosos, anuncios, por estudiados que estuvieran para atraer la
atención, jamás detenían su mirada que parecía vagar por las arenas del desierto. En cam-
bio una hoja que amarilleara en una rama, una pluma que quedase enganchada en una
teja, nunca se le pasaban por alto: no había tábano en el lomo de un caballo, taladro de
carcoma en una mesa, pellejo de higo escachado en la acera que Marcovaldo no notase,
y no hiciese objeto de cavilación, descubriendo las mudanzas de las estaciones, las ape-
tencias de su ánimo y la miseria de su existencia.
Así, una mañana, esperando el tranvía que le llevaba a la compañía Sbav donde servía
como mozo, notó una cosa insólita cerca de la parada, en la franja de tierra estéril y cos-
trosa que sigue el arbolado del paseo: aquí y allá, al pie de los árboles, parecía que se
formaban chichones, alguno de los cuales se abría y dejaba asomar redondos cuerpos
subterráneos.
Se agachó para atarse los zapatos y miró con atención: ¡eran hongos, verdaderas setas,
que estaban brotando en pleno centro de la cuidad! A Marcovaldo le pareció que el mun-
do gris y mísero que le circundaba se hacía de pronto pródigo en riquezas ocultas, y que
aún cabía esperar algo de la vida, además del salario base, la gratificación, el subsidio
familiar y el plus de carestía de vida.
Durante el trabajo estuvo más despistado que de costumbre; no se le quitaba del pensa-
miento que mientras él permanecía allí descargando paquetes y cajones, en la oscuridad
de la tierra, los hongos silenciosos, lentos, que sólo él conocía, iban madurando su pulpa
porosa, absorbían jugos subterráneos, rompían la costra de los terrones. “Bastaría con que
lloviera una noche”, se dijo, “y ya estarían a punto”. Y no veía la hora de hacer partícipes
del descubrimiento a su mujer y a los seis hijos.
—¡Una cosa os diré! —anunció durante el exiguo almuerzo—. ¡Antes de una semana come-
remos setas! ¡Un buen plato de ellas! ¡Os lo aseguro!
Y a los hijos más pequeños, que ni sabían lo que eran las setas, les explicó con embeleso
la hermosura de sus muchas especies, la delicadeza de su sabor, y cómo había que coci-
narlas; tanto que la charla despertó el interés de su esposa Domitilla, que hasta entonces
se había mostrado más bien incrédula y distraída.
—¿Y dónde andan esas setas? —preguntaron los chicos—. ¡Dinos dónde crecen!
A cuya pregunta el entusiasmo de Marcovaldo se vio frenado por un razonamiento rece-
loso: “Supónte que se los explique, ellos van a buscarlas con una de las consabidas bandas
de granujas, se corre la voz en el barrio, ¡y las setas acaban en las cazuelas de los demás!”.
Así, aquel hallazgo que al momento le había embargado de amor universal el pecho, aho-
ra le llevaba al frenesí de la posesión, le llenaba de un temor celoso y desconfiado.