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Las hermanas también la miraban sin reconocerla
y Cenicienta se les acercó y compartió con ellas los gajos
de unas naranjas que el príncipe le había regalado. En eso,
escuchó que el reloj daba las doce menos cuarto. Hizo una
reverencia y se despidió.
Salió corriendo de palacio y, cuando llegó a su casa, en-
contró al hada esperándola. Cenicienta le dio las gracias
y le dijo que le encantaría volver al baile al día siguiente,
porque el príncipe se lo había pedido.
Cuando las hermanas llegaron, habían desaparecido la
carroza y los lacayos, el cochero y los caballos, y Cenicienta
estaba nuevamente con sus zuecos y su sucio delantal. Les
abrió la puerta bostezando y frotándose los ojos, como si se
hubiese despertado en ese momento, y les preguntó cómo
les había ido en el baile.
—Si hubieras estado allí, habrías vis-
to a la princesa desconocida, la más
hermosa que se ha visto nunca —dijo
una de las hermanas.
—Y ha sido amable con nosotras. Nos
ha conversado y nos ha regalado unos
gajos de naranja —dijo la otra.
Cenicienta estaba feliz. Les preguntó
el nombre de aquella princesa, pero le
contestaron que nadie la conocía y que
el hijo del rey estaba muy intrigado,
que daría cualquier cosa por saber quién
era.
Cenicienta sonrió y les preguntó:
—¿Tan hermosa era? Qué suerte han
tenido al poder verla. ¿No podría ir yo
mañana con ustedes para conocerla?