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Pero las hermanas se rieron:
—¿Tú? Estás loca. Ya te hemos dicho
que no puedes ir al palacio del rey.
Y se fueron a acostar.
A la noche siguiente, en cuanto las
hermanas partieron al baile, Cenicienta
corrió a la tumba de su madre y encon-
tró allí al hada madrina. Con la varita
mágica, hizo aparecer la carroza, los la-
cayos, el cochero y los caballos. Y por
último, tocó el delantal de Cenicienta y
lo convirtió en un vestido aún más pre-
cioso que el de la noche anterior. Al irse,
el hada le recordó que el hechizo termi-
naba a las doce de la noche y que debía
regresar antes de esa hora.
El príncipe la esperaba en las puertas del palacio y no la
abandonó ni un solo instante. Bailó con ella y le murmuró
al oído dulces palabras. Tan contenta estaba Cenicienta escu-
chando lo que el príncipe le decía, que olvidó la advertencia
de su madrina. Y sólo cuando el reloj empezó a tocar la prime-
ra campanada de las doce, recordó que el hechizo desaparecería
en unos instantes. De manera que, sin siquiera despedirse del
príncipe, escapó del salón de baile y corrió escaleras abajo.
Pero iba tan de prisa, que en la carrera perdió una de sus be-
llísimas zapatillas.
Cuando el
príncipe salió detrás de la hermosa desconoci-
da, no quedaba de ella sino la pequeña zapatilla de cristal. El
príncipe la recogió y la guardó.
Cenicienta llegó a su casa sin aliento, sin carroza y sin
lacayos, vestida solamente con su sucio delantal. Nada con-
servaba de su reciente esplendor, sino una de las zapatillas, la
compañera de la que había perdido.