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Los niños del barrio de Kori corrían
detrás de los coches, se agarraban a sus
defensas, caían, reían, se volvían a levan-
tar y volvían a correr. A menudo, los niños
lanzaban piedras contra los coches y, a
veces, éstos se paraban y bajaban los hom-
bres serios, muy enfadados. Al ver bajar
a los hombres serios, los niños huían.
Kori iba a una escuela especial, con
otros niños que tampoco eran como los
demás: niños ciegos y niños con la mi-
rada perdida y la boca quieta.
Kori aprendía en la escuela a atarse
los zapatos, a dibujar animales, coches,
jaimas
y hombres.
Entre todos los animales que solía
dibujar, había uno que le atraía más que
los otros: el camello.
Los camellos fascinaban a Kori. Le
gustaban sus movimientos lentos cuan-
do los hombres los llevaban atados con
un cordel que iba hasta un anillo que
traspasaba su nariz. Le maravillaba la
serenidad con la que aguantaban su
encierro en los pequeños corrales. Le
asombraba su enorme altura, su gran
joroba y la cabeza inclinada, casi col-
gando del largo cuello.
Cuando los veía, Kori imaginaba su
vida en el desierto, y soñaba despierto con
ir montado en uno de ellos, como había
visto hacer varias veces a otros niños
más afortunados que él.
Kori dibujaba camellos en su cua-
derno, una y otra vez, y cuando volvía
a casa se detenía en los corrales del
campamento para ver a los camellos de
verdad.
Kori creía que los camellos también
hablaban, porque movían los labios como
las personas. Kori no sabía que el came-
llo traga primero todo lo que le cabe en
el estómago, luego lo devuelve a la boca
y lo va rumiando poco a poco, después.
El movimiento de sus mandíbulas y sus
labios, rumiando, le hacía creer a Kori
que los camellos decían palabras.
Los corrales de los campamentos
estaban hechos de tela metálica, barras
de metal viejo, latas prensadas y pieles de
los camellos muertos. En el desierto no
hay madera, y la poca que hay se quema
en pedacitos, en braseros sobre los que
se hierve el té, o haciendo fuegos más
grandes para cocinar la comida, o para
hornear el pan.
En la mayoría de los corrales había
cabras: negras, rojas, blancas, negras y
blancas, blancas y rojas. Unas eran gran-
des, de enormes cuernos, y otras pequeñas:
niños de cabra, pensaba Kori. Pero, si
acercaba sus manos al corral las cabras
huían, o intentaban morderlo. Por eso,
prefería a los camellos que se quedaban
quietos y, creía Kori, hablaban como las
personas.