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Kori sintió una honda emoción, se
abrazó al cuello de Caramelo y cerró
los ojos, llenos de estrellas y palabras.
No entendía nada de lo que significaba
aquella desolación, porque un niño sordo
no podía saber que su pueblo no vivía
en su tierra, que aquel desierto no era el
suyo, el de su pueblo, sino el desierto del
desierto; un trozo de tierra estéril donde
les habían dejado plantar sus tiendas,
muchos años atrás. Y que estaba tan le-
jos de los pastos y de los montes como
del mar. Kori era tan sólo el más peque-
ño, el más humilde y golpeado de los
hijos del exilio. Los pastos estaban hacia
el sur, sí, pero tan lejos que no los habría
alcanzado nunca.
Él no lo podía saber. Pero Cara-
melo ya lo sabía. Su olfato, su instinto,
su memoria heredada del vientre de su
madre, le había dicho ya que no llega-
rían jamás. Aquella tierra estéril era la
hammada
, que en árabe quiere decir
“cuánto dolor”…
El joven camello cerró los ojos des-
pués de levantar una vez más la vista
hacia las estrellas y lanzar un hondo y
quejoso rugido que, a su modo, también
significaba cuánto dolor. Pero Kori era
sordo, y no lo pudo escuchar.
Cuando Chej vio los dos puntitos en
la lejanía, a través de los prismáticos,
el sol ya se había elevado un buen trozo
sobre el horizonte.
—¡Allí están!
Kori vio cómo se enderezaban las
orejas de Caramelo, y al ver que dirigía
su mirada hacia el horizonte, por enci-
ma de su hombro, supo que su intento
de huida, con Caramelo, había llegado
al final. Se sentó en el suelo, cerca del ca-
mello, y esperó, mirando hacia el mismo
punto que Caramelo.
Poco a poco, fue distinguiendo un
pequeño gusano de polvo en la distancia.
Unos minutos más tarde, se dejaba
abrazar por su tío Ahmed.
No levantó la mirada hacia él porque
no se sentía culpable de nada.
Pero tampoco protestó, ni lloró por-
que también sabía que no podía hacer
ya nada más.
Chej, que asistía en silencio al en-
cuentro, pasó una cuerda por el cuello
de Caramelo y lo ató al Land Rover.
Los tres, Chej al volante, Kori en me-
dio y su tío a la derecha, ocuparon el
asiento delantero del coche. Y sin forzar
la marcha, sin obligar a correr siquiera
al joven camello, emprendieron el ca-
mino de regreso, hacia el norte, hacia
el corazón de la nada, el corazón del
desierto del desierto, el centro desolado
de la inmisericorde
hammada
.