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Después, subía a la colina, desde la
que se dominaba la enorme ciudad de
adobe y lona, hacia un lado; y la despiada-
da y pedregosa
hammada
hacia el otro.
Allí trabajaba sobre su cuaderno, escri-
biendo y meditando. Tanto si hacía buen
tiempo como si soplaba alguno de los
muchos vientos malos, cargados de arena
y polvo; entonces, se protegía el rostro y
la cabeza con el turbante, y nada parecía
distraerlo.
Sólo los niños, todas las tardes des-
pués de la escuela, subían en grupos para
jugar deslizándose por las laderas de
la colina. A menudo Kori charlaba con
ellos; se colocaba el audífono para escu-
char sus voces y sus risas, y les recitaba
cortos poemas infantiles, ingenuos y pu-
ros. Entonces los hacía reír con las rimas
más sencillas, y los emocionaba con las
historias más hondas surgidas de su cua-
derno. Luego, volvían a deslizarse por la
ladera, y Kori se quitaba el audífono y
seguía escribiendo, siempre sonriendo.
Cuando Kori veía a los niños correr
y jugar, a las madres trabajando en las
jaimas
, a los hombres serios yendo hacia
sus serios destinos, pensaba: “Ahí está
Caramelo, en su fuerza, en su vida”.
Los ancianos también reconocían en
Kori a un gran poeta. Una mañana, Kori
vio cómo subía hacia la colina uno de
ellos. Lo conocía: era Bati, el mejor, el
más grande de los poetas saharauis. Bati
saludó, desgranando el largo ritual de
palabras de los saharauis, y se sentó jun-
to a él.
Durante unos minutos, no se oía nada
más que el roce de la punta del bolígrafo
en la hoja de papel del cuaderno de Kori.
Él no lo podía escuchar porque no se ha-
bía puesto el audífono. Por fin, Bati habló,
y Kori leyó en sus labios con atención:
—He escuchado un poema tuyo.
—¿Sí? —preguntó Kori, sinceramen-
te sorprendido.
—Sí. Era un poema bello, muy bello.
Al escucharlo, sentí la misma emoción
que siento tan sólo leyendo los más ricos
versos del Corán.