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No tiene nombre la maldad de aquellos guías rurales que
condujeron a la tropa de mi padre, en las serranías de Durango,
hasta una nidada de alacranes. Esos alacranes pequeños y ama-
rillos matan a un hombre de un piquete. Y no sólo inspiran el
temor del peligro cierto, sino que, como a todas las alimañas,
no podemos menos de considerarlos con un vago horror cos-
mogónico (mítico). Parece que adivináramos en los arácni-
dos y en todas las bestias menores, reducidos a la más simple
expresión, a los sucesores irremediables del hombre, a los
aniquiladores futuros…
Comenzaban a montar las tiendas. Mi padre se había me-
tido ya en el leve catre de campaña, angosto como un féretro,
cuando se empezaron a oír los gritos de la gente, atacada por
los alacranes. Salió como estaba y se puso precipitadamente el
capote. Dentro de una manga lo esperaba ya el enemigo, que
al instante le descargó dos piquetes en el brazo derecho. Sintió la
lengua envuelta en hilos y a poco perdió el conocimiento.
—El alacrancito ha de haber estado
enfermo —me decía mi padre—. Después
de picarme, se quedó muerto.
—¿Y tú?
—Yo aquí estoy todavía.
Veo a mi padre, cierta noche veraniega, durmiendo en
un catre de lona, en el corral de su casa por el exceso de ca-
lor. Creo que fue en Rosario (en la sierra de Nayarit), donde
tenía sus bases. Nervioso y de sueño ligero, alerta hasta en el
reposo, que así viven siempre los que viven amenazados, lo
despierta un leve ruido en el picaporte del portón del fondo,
como de alguien que quisiera abrirlo desde afuera. Este portón
daba a una especie de establo, que todavía se comunicaba a la
calle por otra puerta.