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Mi padre, que estaba descalzo, pudo
acercarse al portón sin ser sentido y,
por las rendijas de las tablas, alcanzó a ver
unos bultos, un grupo que venía a sor-
prenderlo, aprovechando el descuido de
la noche. Salió entonces a toda prisa
por la puerta principal, en la calle opues-
ta, para traer unos soldados de su cuartel.
Pero cuando, a paso veloz, su gente ro-
deó la manzana, apenas pudo descubrir
a la masa de asaltantes, que doblaba la
esquina y desaparecía misteriosamente.
Lo veo sentado a una mesa, escri-
biendo, abiertas las ventanas para que
corra el aire, porque el tiempo era caluro-
so en Rosario. Mi madre, muy jovencita
todavía, jugaba debajo de la mesa con
las últimas muñecas que le quedaban.
Mi padre rasgueaba en el papel, y luego
leía para sí acompañándose como so-
lía con ese ruidito gutural —jui, jui, jui,
jui— que ayudaba siempre su lectura:
singular cronómetro, hecho sin voz y
sólo de aliento, y al que iba comunicando
el énfasis de las frases. De repente, los
demonios lo agredieron a tiros desde
las ventanas abiertas, sin más efecto que
astillar las patas de la mesa, al lado de mi
madre. Este contraste de candor y de
crimen es una síntesis acabada de aquellos
días aciagos (terribles).
Se llegaba de su casa al cuartel por una
calle que remataba en la plaza próxima,