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y allí se doblaba a la izquierda. En la esquina había un almacén
de comestibles. La tienda daba sobre la plaza; pero en la calle
lateral había una puerta accesoria, frente a la que pasaba mi
padre todos los días y que sólo una que otra vez se abría para
entrar las mercancías y fardos. Esta calle tenía una de esas
aceras altas de otros tiempos, que sobresalía más de medio
metro sobre el arroyo.
Anochecía. Según su costumbre, mi padre iba rumbo a la
plaza, camino del cuartel. La puerta accesoria rechinó: era inusi-
tado. El reflejo nervioso lo hizo saltar de la acera hasta media
calle. En ese instante, salieron de aquella puerta dos hombres,
puñal en mano. Al primero lo atajó con un disparo oportuno;
el otro logró huir y escapar a nado por el río. Aquel salto in-
consciente lo había salvado. Los hombres iban desnudos y
bien embarrados de sebo, providencia del cuerpo a cuerpo. Si
llegaban a apoderarse del Comandante, nada hubiera podido
éste contra aquellas fieras rabiosas.
Si todo es cariño y gratitud para Paula Jaramillo (una nodriza
buena), todo sea abominación (condena) para la monstruosa
Carmen, nana o niñera en cuyas garras me pusieron cuando
yo tenía unos cuatro años, y que no acabó con mi salud men-
tal porque Dios es bueno, como dicen Rubén Darío y la gente.
Carmen me pegaba, me asustaba, fingía desmayos y ata-
ques de “temblorina” para mejor dominarme. Me odiaba
minuciosamente, o más bien me amaba con refinado sadismo,
torciendo cada una de las fibrillas de mi ser, destrozando todas
mis alegrías y espontaneidades infantiles. Yo era su obra de arte,
su alfiletero donde ella clavaba a diario sus flechitas como en
un pequeño san Sebastián. Me enseñaba a tener miedo de la
oscuridad para luego castigarme por eso. Alguna vez echó el
colchón de mi cama al suelo y, tomándome de los bracitos, me