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miradas levantaban murallas y nadie más
que ellos podían transitar ese imaginario
senderito de ojos a ojos.
Apenas si habían intercambiado algunas
frases. El afecto de los dos no buscaba las
palabras. Estaban tan acostumbrados al
silencio… Pero Naomi sabía que quería a ese
muchachito delgado, que más de una vez
se quedaba sin almorzar por darle a ella la ra-
ción de camotes que había traído de su casa.
—No tengo hambre —le mentía Toshiro,
cuando veía que la niña apenas si tenía dos
o tres galletitas para pasar el mediodía—.
Te dejo mi vianda —y se iba a corretear
con sus compañeros hasta la hora de regreso
a las aulas, para que Naomi no tuviera ver-
güenza de devorar la ración.
Naomi… Poblaba el corazón de Toshiro. Se le anudaba en
los sueños con sus largas trenzas negras. Le hacía tener ganas
de crecer de golpe para poder casarse con ella. Pero ese futuro
quedaba tan lejos aún…
El futuro inmediato de aquella primavera de 1945 fue
el verano, que llegó puntualmente el 21 de junio y anunció
las vacaciones escolares.
Y con la misma intensidad con que otras veces habían es-
perado sus soleadas mañanas, ese año los ensombreció a los
dos: ni Naomi ni Toshiro deseaban que empezara. Su comienzo
significaba que tendrían que dejar de verse durante un mes y
medio inacabable.
A pesar de que sus casas no quedaban demasiado lejos
una de la otra, sus familias no se conocían. Ni siquiera tenían
entonces la posibilidad de encontrarse en alguna visita. Había
que esperar pacientemente la reanudación de las clases.