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Acabó junio, y Toshiro arrancó con-
tento la hoja del calendario…
Se fue julio, y Naomi arrancó conten-
ta la hoja del almanaque…
Y aunque no lo supieran: ¡Por fin
llegó agosto! —pensaron los dos al mis-
mo tiempo.
Fue justamente el primero de ese mes
cuando Toshiro viajó, junto con sus padres,
hacia la aldea de Miyashima. Iban a pasar
una semana. Allí vivían los abuelos, dos ce-
ramistas que veían apilarse vasijas en todos
los rincones de su local. Ya no vendían nada.
No obstante, sus manos viejas seguían mo-
delando la arcilla con la misma dedicación
de otras épocas. Para cuando termine la
guerra… —decía el abuelo—. Todo acaba
algún día… —comentaba la abuela por
lo bajo.
Y Toshiro sentía que la paz debía de
ser algo muy hermoso, porque los ojos de su
madre parecían aclararse fugazmente cada
vez que se referían al fin de la guerra, tal
como a él se le aclaraban los suyos cuando
recordaba a Naomi.
¿Y Naomi?
El primero de agosto se despertó inquieta; acababa de soñar
que caminaba sobre la nieve. Sola. Descalza. Ni casas ni ár-
boles a su alrededor. Un desierto helado y ella atravesándolo.
Abandonó el tatami, se deslizó de puntillas entre sus
dormidos hermanos y abrió la ventana de la habitación.
¡Qué alivio! Una cálida madrugada le rozó las mejillas. Ella le
devolvió un suspiro.