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unas a otras y ya nadie tenía tiempo de
escuchar los discursos del viejo. Quizá
por eso hacía ya tanto tiempo que Itzá no
sabía nada de El que Todo lo Sabe.
Lo esperó pacientemente hasta el atardecer mientras
que escogía el café, picoteando como gallina con sus largas
manos huesudas.
Estaba por caer el sol, cuando un fuerte viento removió las
hojas de las palmeras despeinándolas. Los pericos y las guaca-
mayas brincaban agitadamente de rama en rama. Itzá tuvo que
hacer un esfuerzo para sostenerse firmemente sobre sus pier-
nas. Su pelo se movía agitándose como el ala de una mariposa.
El abuelo supo entonces que se aproximaba el momento y
volvió los ojos hacia lo alto. El cielo se había abierto como un
claro cono de luz hacia el infinito. Luego, el viento se calmó,
la selva guardó silencio y todo quedó en reposo.
Entonces escuchó el viejo Itzá la poderosa voz que lo lla-
maba, una voz que era más fuerte que el atronador ruido del
volcán cuando estalla, y que el retumbar de todos los tambores
de guerra de las tribus.
—Itzá —dijo la voz—. Quiero hablar
contigo.
—¿Y qué quieres ahora? —preguntó
él, como si se dirigiera a un antiguo ami-
go—. Tú sabes que ya a nadie le interesan
tus palabras.
—Ahora sólo quiero hablar contigo
—agregó la voz—. Grandes trastornos
se avecinan. Dentro de siete días voy a
hacer llover.
“¿Y qué hay de nuevo en eso?”, pensa-
ba Itzá, cuando la voz interrumpió sus
pensamientos.