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—No será una lluvia igual a otras, pues ahora caerá sobre
la Tierra cuarenta días y cuarenta noches —y ordenó a Itzá
construir una gran canoa.
—Cuando hayas terminado —agregó la voz— elegirás, de
entre todo ser viviente, dos de cada clase y los meterás a vivir
contigo: serán macho y hembra.
La voz no dijo más. El cielo volvió a cerrarse, las hormigas
retornaron a su cauce acostumbrado, los pericos a sus ramas y
los monos a mirar incansablemente de un punto hacia otro,
siempre agitados.
Itzá regresó a su casa caminando entre la selva, un poco
enfadado.
“Es una extraña orden”, pensó. Es que Él ya es muy viejo y
a los viejos se les ocurren locuras.
Dos
A la mañana siguiente Itzá subió a la montaña. Dibujó un
círculo en la tierra y en medio encendió el fuego.
Desde muy temprano, la familia lo había visto ir y venir,
atareado, sin entender en qué se ocupaba, pues Itzá no habla-
ba con nadie. Había juntado unas hojas de palmera frente a
su choza, desempolvado las bateas y molido en ellas hierbas
de olor con las que se había untado los parpados. Había saca-
do su antigua vestimenta de plumas y, por último, con manos
temblorosas se había colgado el collar de garras de águila que
solía usar cuando se dirigía a los pueblos. Su mujer lo miraba
con el rabillo del ojo. Estaba preocupada. ¿No estaría ci-
frado sobre su marido un funesto augurio? ¿Le habría hecho
daño alguna de esas hierbas que al viejo le gustaba mascar
cuando andaba en la selva? Con tantos años encima, ¿no estaría
volviéndose loco?