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Sin hacer caso de la preocupación
de su esposa, cuando hubo terminado de
arreglarse, Itzá inició el ascenso hacia
la cima.
—Quiero ver a la familia reunida
conmigo al atardecer —había dicho a su
mujer antes de partir. Ella se había alzado
de hombros, pues no pensaba esforzarse
más por entenderlo y había obedecido
sus órdenes.
Sus hijos y las esposas de sus hijos
habían suspendido sus labores y cuchi-
cheado como mosquitos durante un rato.
¿Estaría perdiendo la razón el abuelo?
Cuando volvieron a verlo, Itzá estaba
sentado en medio del círculo, frente a
la hoguera encendida. Se había pintado
los hombros y la cara de rojo vivo. Las
palmas de las manos eran grises, unta-
das de tizne y lodo, así que parecía un
pajarraco.
Cuando se reunió toda la familia, Itzá les pidió que lo ayu-
daran a construir, en la cumbre de la montaña, la gran canoa.
—Debe medir 150 codos, tendrá una puerta grande en un
costado y por dentro varios pisos —ordenó, mientras gesticu-
laba y hacía extraordinarios ademanes, pues estaba hablando
por El que Todo lo Sabe.
Con una vara, el abuelo fue trazando en la tierra lo que
antes había dibujado sólo en el aire. La gran canoa iba co-
brando forma en el suelo húmedo y la familia la miraba nacer
como si desde un sueño echara anclas.
Itzá se iba llenando de entusiasmo mientras que sus hi-
jos, las esposas de sus hijos y sus nietos lo miraban extrañados.