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Con los días, la canoa fue creciendo y cobrando forma.
Tuvo primero un esqueleto hecho de troncos colosales, y poco
a poco los hombres fueron vistiéndola con palos más delga-
dos y flexibles hasta cubrirla toda. Las mujeres, mientras tanto,
trenzaban las lianas para amarrar los troncos que luego calafa-
teaban con resina. El sexto día estuvo lista. Todos la miraron
asombrados. Aquella enorme construcción descansaba sobre
la montaña como un gigante dormido.
Cuatro
El séptimo día el cielo se ensombreció con nubes de tormenta.
El abuelo supo que había llegado el momento y sobre la
roca más alta, junto a la canoa, alzó su báculo. El viento sopló
fuertemente haciendo flotar su pelo y su barba. Itzá, que conocía
el lenguaje de los animales, los llamó.
—Así lo ordena El que Todo lo Sabe —les dijo. El primer
rayo iluminó el cielo.
Hacia lo alto, la familia miraba incrédula los ademanes
del abuelo. Aleteaba como un águila y parecía que de un mo-
mento a otro levantaría el vuelo.
Entonces, de entre los árboles, empezaron a aparecer los
animales en parejas. Un aire de dulzura iluminó el rostro
“A los viejos se les ocurren locuras”,
volvieron a pensar los hijos y las espo-
sas de los hijos, mientras contemplaban el
trabajo terminado.
Por la noche, antes de caer agotados en sus hamacas, una
sola duda asaltó las mentes de todos: ¿para qué quería el abue-
lo aquella gran canoa? Itzá, en cambio, durmió mansamente
pues comprendía que era inútil esforzarse por encontrarle una
explicación a lo inexorable.