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del viejo. Sus hijos y las esposas de sus
hijos contemplaban maravillados el es-
pectáculo.
De las montañas bajaron los pumas,
las vicuñas y las panteras. De las nu-
bes, los cóndores y las águilas reales. De
la selva, las boas y los cocodrilos, los mo-
nos pequeños que se llaman tití, los
monos araña y los ocelotes. También
vinieron las aves: los tucanes, los quet-
zales y los colibríes. De los pantanos, las
ranas y las iguanas.
Itzá les ordenó subir a la gran canoa.
Cuando entró el último de los nietos,
Itzá cerró la pesada puerta de la embar-
cación. Luego, se dirigió hacia la choza
que habían construido en la parte superior
de la canoa. Se sentó frente a la ventana.
Hablaba consigo mismo, balbuceando
algunas incomprensibles palabras, mien-
tras que la familia se acomodaba a su
alrededor.
Sumisamente esperaban que les die-
ra una nueva orden. Los nietos pensaron
entonces:
“¡Esto sí que es extraño! Y ahora,
¿qué haremos aquí encerrados con tantos
animales? Nuestros padres ya están vie-
jos y a los viejos se les ocurren locuras”.
En eso se escuchó la primera gota
de lluvia caer sobre el techo de palma.
—Ya empieza —dijo el abuelo en voz
baja y volvió a guardar silencio.