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Cinco
Entonces comenzó a llover, a llover y a llover. Sin cesar un
solo instante. Al amanecer y al atardecer. Con luna llena y
sin ella. Con viento, con rayos, con truenos.
Gotas descomunales, gotitas pequeñas. Finas, flacas,
gordas, largas. Gotas, gotas, gotas.
Los campos se fueron anegando hasta inundarse. Las gotas
se volvieron charcos, los charcos, estanques. Los ríos se salieron
de su cauce y se juntaron con las lagunas, y éstas crecieron y cre-
cieron hasta que todo quedó convertido en un infinito océano.
Como si despertara de un sueño, la gran canoa empezó a
bambolearse fatigosamente. Igual que un gigante al despere-
zarse, crujía con hondos bostezos. Se estiraba chirriando de
un lado a otro. Se meneaba con lentitud. De pronto se enderezó
sobre las aguas y flotó graciosamente. Entonces los vientos
y la lluvia la hicieron navegar sin rumbo fijo.
Los días empezaron a transcurrir ligeros como las gotas
de agua. Adentro de la canoa había mucho trabajo, mucho
ruido y movimiento. Nadie tenía tiempo para aburrirse. Itzá y
su familia estaban muy ocupados alimentando y bañando
a los animales, recibiendo cachorros de algunos de ellos, cu-
rando a los enfermos, calmando a los inquietos, despertando
a los dormilones, apaciguando a los peleoneros.
Los nietos se ocupaban de las aves, las mujeres de los insec-
tos y los hombres de los animales mayores. Itzá coordinaba los
trabajos. Debía ser médico, mamá, abuelo, partero, árbitro.
Tenía que consentir, curar, regañar, clamar, ayudar, así que te-
nía mucho que hacer.