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Seis
Un buen día, en la canoa retumbó la voz del
abuelo.
—¡Silencio! —ordenó.
—¡Shhht! —dijeron todos al tiempo que
señalaban con sus dedos índice sobre la boca.
Los animales comprendieron el mensaje,
así que por primera vez en cuarenta días en
la canoa hubo paz.
—Creo que ya no llueve —dijo el abue-
lo, y sacó su mano por una de las ventanas.
Itzá guardó silencio. Aquel momento
pareció infinito. El viejo miraba expectante de un lado a otro
mientras sostenía su brazo alargado. La familia y los animales
esperaron ansiosamente sus palabras.
—¡Ya no llueve! ¡Se acabó! —gritó el abuelo.
—¡Bravo! —corearon todos, mientras que los animales
mugían, croaban, piaban. Entonces el abuelo vio por la ven-
tana.
“Sólo quedamos nosotros”, pensó con tristeza, mientras
contemplaba a su alrededor el inmenso mar.
En ese momento, de frente y a la distancia, creyó distin-
guir algo. Se talló incrédulamente los ojos y volvió a mirar
aquel objeto pequeñísimo que poco a poco parecía hacerse
más grande.
“Quizá sea una ballena”, pensó Itzá. Pero no, no podía ser.
Era algo mucho más grande. El abuelo llamó entonces a
uno de sus hijos para que lo ayudara a mirar.