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necesitaba llamar la atención, la gente lo conocía y le pagaba,
ahora, a ocho centavos la fotografía. Primero retrató a los novios
y luego, mientras se celebraba la ceremonia nupcial, a un vie-
jo de barba blanca y larga. Le había dicho que quería enviar
esa fotografía a sus nietos que vivían en la ciudad de México.
Joaquín alcanzó a ver que un señor corría, con todos sus
ahorros, rumbo al recién inaugurado Mercado Hidalgo. Le pi-
dió al viejo que estaba retratando que le cuidara su cámara
para poder perseguir al ladrón. En su carrera, vio a lo lejos
a dos amigos, Chema y Poncho, y les hizo señas para que lo
siguieran. Como no tenían nada que perder, fueron tras él.
Finalmente, el ladrón llegó a su destino: se metió en una
casa de la calle Cantarranas. Quino pudo entonces contarles
lo sucedido a sus amigos. Mientras Joaquín iba a recuperar
su cámara, Chema y Poncho vigilaban que nadie saliera del
lugar y planeaban la estrategia a seguir.
Anochecía. Por una ventana, los tres habían podido espiar
al ladrón: sobre una mesa contaba el dinero, hacía pilas con las
monedas y tomaba, de cuando en cuando, un traguito de una
botella de mezcal. Junto a él estaban los restos del cochinito
de barro y una escopeta.
A Joaquín se le ocurrió retratarlo con
una técnica que había aprendido hacía
poco. Lo sentó en una banca, le puso un
cigarrillo en la boca y disparó la cáma-
ra. Luego le pidió que se sentara un poco
más a la derecha, que sacara su cajetilla
de cerillos y que prendiera el cigarro a un
amigo invisible.
Iba a oprimir el botón cuando un
niño se le acercó gritando:
—¡Oiga, le han robado su puerquito!